Tira
la mochila al suelo de su cuarto, está cansada. Cae de bruces en su cama y
grita contra el colchón, se desahoga, deja escapar todo lo que ha vivido ese
día y lo de otros días también. Golpea con los puños, en un arrebato de
impotencia, y sin querer suelta unas cuantas lágrimas.
Se
calma segundos después, se seca son el dorso de la mano, no quiere llorar más,
ya lloró lo suficiente hace tiempo. Se levanta de la cama y se dirige a la
puerta, sale de su cuarto y va hacia el salón. Cuando llega se sienta en el
salón y enciende la televisión. Hace zapping durante unos minutos hasta que
encuentra algo interesante, Castle. Cuando acaba el capitulo, la puerta de su
casa se abre, entran dos niños, uno de 8 años y otra de 6. Entran al salón y se
abalanzan sobre Amelia.
- ¡Amelia!
– gritan cuando llegan a ella, empiezan a besarla, cada uno en una mejilla,
ella se ríe y los aleja.
-
Hola, pequeños.
Los
dos se sientan en sus rodillas. Son sus hermanos, Christian de 8 años con el
pelo castaño y los ojos verdes y Lorena, de 6, con los ojos castaños y el pelo
rubio con mechas castañas.
-
No somos pequeños, somos grandes – dice Lorena.
-
Tú eres pequeña, yo soy grande – critica Christian con aire de suficiencia.
-
No – la pequeña empieza a protestar, pero Amelia le tranquiliza abrazándole.
-
Los dos sois mayores, cariño.
-
Pues no, yo soy más mayor – Christian se baja de su rodilla y se aleja un poco
ofendido.
-
Él será mayo – le susurra a su hermana al oído –, pero tú sin duda eres mucho
más guapa.
Lorena
ser ríe y también se baja de su rodilla. Ve salir a la pequeña del cuarto y
siente otros ojos que la observan, mira hacia la puerta y ahí está él, su otro
hermano. Con el pelo rubio como su hermana pequeña pero los ojos verdes.
-
Les mimas mucho, a pesar de…
-
Cállate la boca, Arthur, si no quieres que te la calle yo.
-
Vale, vale – dice levantando las manos –. Solo era un comentario, malo, lo
reconozco, pero solo eso.
-
Ya – vuelve a poner sus ojos en la tele. No quiere hacerle caso.
Pero
su hermano sigue insistiendo, tienen la misma edad, diferente por meses, pero
la misma. Se quieren, por supuesto. Pero ella no puede querer a algo que no
existe.
-
Ey – se agacha y le coge las manos - ¿estás bien?
-
Sí, es solo que estoy cansada.
Arthur
la mira a los ojos, la conoce y sabe que no solo está cansada, pero decide no
hacer ningún comentario más.
-
Y por lo visto también aburrida. Cambia esa serie, no me gusta nada.
-
A mi no me gusta cuándo ves ese programa de lucha libre y no me quejo.
-
Ah, pero hermanita, admite que los tíos que aparecen están buenísimos.
-
No me molan los demasiado musculosos, me dan repelús.
-
Ya, ya…
Se
pican mutuamente, pero con cariño, sin herirse. La puerta de la entrada vuelve
a abrirse, es su madre.
-
Hijos, apagad la tele anda y ayudadme con las compras.
Ninguno
de los dos rechista, se levantan y ayudan a su madre con las bolsas, hay tres y
cada uno lleva una. Lo llevan a la cocina y lo dejan sobre la encimera, poco a
poco sacan las compras y los meten en su respectivo sitio. El silencio inunda
la cocina, ninguno tiene nada que decir, y si lo tienen no lo dicen. Son
reservados desde hacer varios meses.
- ¿Y
qué tal el primer día de clase, Amelia? – su madre es la que rompe el hielo que
se ha convertido tan sólido como una viga de hierro.
-
Bien.
-
¿Has entablado ya amistades?
-
Solo llevo un día de clase, no sé qué esperas.
-
Bueno, pues deberías ser más sociable, hija.
-
Cómo quieres que sea sociable si, cada vez que entablo una amistad, a las pocas
semanas estamos cambiando de ciudad.
- Amelia,
ya hemos hablado de esto. Además te he dicho que por fin nos hemos instalado en
un lugar fijo.
-
Eso mismo dijiste hace un año – murmura Amelia.
Ninguna
de las dos se mira a los ojos mientras hablan, ninguna de las dos quiere. Es
como si un grueso cristal hubiera crecido entre ellas y nada pudiera romperlo.
-
Además, creo que los negocios de tu padre aquí en Zaragoza van muy bien, a
pesar de la situación actual.
-
Eso ya lo veremos.
Y
sin decir nada más, Amelia sale de la cocina y vuelve al salón. Arthur se queda
y observa a su madre terminar de guardar, cuando acaba, su madre se sienta en
una silla y él la acompaña.
-
No esperes que de la noche a la mañana ello lo olvide todo, mamá.
-
No lo espero pero, por el amor de Dios, han pasado más de cuatro meses, sé que
para ella es difícil, pero…
-
Mamá – le interrumpe su hijo –, dale más tiempo. La conozco, sé que acabara acostumbrándose.
-
Pero lo que yo me pregunto Arthur, es si algún día ella nos perdonara.
-
No tiene nada que perdonarte a ti, mamá. Y si lo tiene, créeme que lo ha hecho aunque
no lo haya dicho.
Y
es que nadie la conoce mejor que él mismo, o ¿puede que alguien llegue a
comprenderla mejor?